martes, 24 de mayo de 2016
Paso hace mucho, muchísimo tiempo. Entonces, como ahora, las niñas vecinas jugaban en la calle en las noches de luna, a la “pájara pinta”, al “ternerito salí de mi huerta”, al “Mirón, mirón, mirón” .
Era la misma gente, sólo que más atrasada en muchas cosas que la de hoy día y con costumbres más sencillas y más severas tal vez, pero con las mismas virtudes y defectos, los mismos sentimientos y las mismas pasiones.
Las niñas y los niños jugaban aparte; y los niños, en general, eran tratados como niños y obedecían y respetaban a sus padres en vez de hacer su soberana voluntad como es ahora la regla. A las ocho de la noche todos estaban recogidos en casa, decían “el bendito” a sus padres y, con un beso de éstos, se iban a la cama.
Jugaban también las niñas “a las muñecas” y a “las amas de casa”. Hacían a veces, en verano, en los patios, a la sombra de los árboles de mango, o de los cerezos u otros árboles frutales, “covachas” con petates o con hojas de cañas o pencas secas de palmas o hacían enramadas; y allí jugaban “a las comadres” y, en compañía, hacían “cocinados”, reales o ficticios, según la edad de las niñas; todo con la ayuda de alguna persona grande, generalmente la mamá de alguna de ellas, que era la que en realidad cargaba con el peso del trabajo si el “cocinado” resultaba de verdad. En estos juegos solían participar también niños varones que eran los encargados de recoger leña, de acarrear el mobiliario, de enterrar las horquetas para la enramada, de cargar el agua, de las tareas más pesadas, en fin.
En esos juegos inocentes primero, en los juegos de prendas después y en la misa los domingos, en las procesiones y en las “rogativas”, en los paseos a la playa, etc., niñas y niños empezaban a conocerse, a tratarse, más o menos a distancia. A admirarse de lejos, a hacerse señitas y a enamorarse finalmente.
Después venían las palabras deslizadas al oído lo más discretamente posible, en las ocasiones propicias, los regalos furtivos de un pañuelo o de un rizo, de un perfume o de una flor; las serenatas y, al fin, la declaración formal, el permiso de los padres para las visitas, el noviazgo y el matrimonio, cuando no la cita a hurtadillas, los amores clandestinos y la fuga, que ha sido siempre lo más frecuente. Fulano “se sacó” a Zutana era la noticia principal del pueblo una mañana cualquiera y la mayoría de estas uniones duraban para toda la vida con o sin la bendición del cura. Otras fracasaban aunque hubieran sido legítimas. Lo mismo que hoy.
Ana Matilde Espino y Juanita Villarreal eran vecinas y amigas entrañables. Habían crecido juntas, pues habían nacido y pasado su niñez en dos casas contiguas, de familias amigas de toda la vida. Juntas jugaron de niñas, juntas fueron a la escuela y, después, ya señoritas, juntas iban a todas partes: a misa, a las novenas, a las procesiones, a los juegos de prenda, a los bailes, a las fiestas, a los paseos a la playa; en fin, a todas partes.
Cuando de niñas jugaban en el patio haciendo “cocinados”, se llamaban “comadres” y así siguieron llamándose siempre; y como se querían sinceramente hacían los planes más inocentes y peregrinos. Decían primero que no se casarían nunca, que siempre seguirían juntas; pero si llegaban a admitir que una de las dos se casara algún día, decían que la otra sería su comadre, de veras entonces, porque sería la madrina del primer hijo y viviría, además, en la misma casa con la comadre.
Pasó el tiempo y fatalmente llegó un día cuando una de las amigas, Juanita, se enamoró con un guapo mozo del pueblo que, sin embargo, no tenía la aprobación de los padres de la joven.
Serenatas van y serenatas vienen; acecho a la entrada o a la salida de la iglesia; un papelito hoy y otro mañana, el joven tenía que valerse de toda clase de habilidades para comunicarse con Juanita, que estaba celosamente vigilada por sus padres y por la “servidumbre” de la casa.
Juanita era bella y dulce, pero recatada y tímida. Sentía cariño por Juan José Delgado, el guapo mozo, y se sentía halagada por la corte que éste le hacía; la oposición de los padres contribuía también a aumentar su interés por el joven. Pero no podían verse con frecuencia ni hablar como era debido y esto los desesperaba a los dos. Hasta que se le ocurrió un día la idea a Juan José de buscar la ayuda de Ana Matilde, la amiga íntima y confidente de Juanita, y amiga suya también. Así comenzó a visitar con frecuencia a su amiga Ana, joven también, bella y hermosa, de carácter alegre y jovial. Acompañados de la guitarra, que ella tocaba “divinamente”, cantaban juntos bellas y románticas canciones que Juanita escuchaba desde la casa vecina, sabiendo que eran para ella. Una salida al portal les daba a los jóvenes enamorados la oportunidad de cruzar un saludo, una sonrisa o, si no había moros en la costa, de hablar algunas palabras. A veces venía el joven a casa de Ana, evitando ser visto por la gente de la casa del lado y un momento después llamaba Ana Matilde a “su comadre” Juanita para “decirle una cosa”; y así tenían los enamorados una oportunidad de verse.
Los amores de Juanita y Juan José progresaron gracias a la ayuda de la comadrita querida, cada día más amable, más angelical. ¡Qué buena era Ana Matilde! Los dos enamorados la idolatraban y ella, a su vez, los quería con toda el alma. A su “comadrita” la quería Ana desde la infancia; era como una hermana; y al joven Juan José, tan inteligente, tan ocurrente y tan alegre, ella le había tenido siempre mucha simpatía y ahora que lo había tratado de cerca y con frecuencia y que estaba de novio con su amiga, lo quería más y encontraba su compañía encantadora. Cuando por alguna circunstancia él no venía a la casa, ella, casi sin darse cuenta, pasaba inquieta y apesadumbrada; y cuando él venía ¡qué alegría tan grande la que sentía! Tomaba la guitarra en sus brazos y le arrancaba notas sublimes. Cantaban y reían un rato, antes de que se les juntara Juanita… Y cuando ya “enseriaron” los amores Juanita y Juan José, vencidos al fin los reparos de la familia Espino, y éste visitaba ya a su novia en su propia casa, Ana Matilde no pudo evitar una tristeza, muy delicada pero muy honda, que supo disimular pero que estaba ahí en su corazón, a pesar suyo.
Llegó al fin el día del matrimonio de Juanita y Juan José. Ana Matilde fue Dama de Honor de “su comadrita” querida. Después de la ceremonia y de la celebración alegre y fastuosa, hubo besos y lágrimas, votos de felicidad, recuerdos y añoranzas… y promesas, muchas promesas, antes de la despedida.  Juanita y Juan José se fueron a pasar la luna de miel a la finca y Ana quedó sola en su casa, desolada y triste. Pero al regreso de los esposos, la visitaron, la agasajaron y la invitaron a venir a su casa todos los días.
Las dos amigas queridas pasaban horas enteras cosiendo o bordando o simplemente charlando y jugando, mientras Juan José se iba a sus quehaceres. Muchas veces comían juntos los tres y después de la celebración iban los dos esposos a casa de Ana Matilde, en donde pasaban la velada.
Cuando Juanita salió encinta se renovaron los propósitos de encompadrar. Ana Matilde sería la madrina del nene y así fue. Un hermoso niño vino, pues, a completar la felicidad del nuevo hogar y “la comadre” Ana fue la madrina.
¡Alegría! ¡entusiasmo! ¡fiesta! el día del bautizo del niño. Lo llevaron a la iglesia con música. Repicaron las campanas del pueblo cuando el padre derramó sobre la cabecita inocente las aguas bautismales. Después, brindis con las bebidas más finas, comida abundante, fuegos artificiales, en la noche, y, finalmente un regio baile.
Ana jugaba ahora con su ahijado como antaño jugaba con las muñecas. Le “hablaba chiquito”, le decía cosas dulces y, sin pensarlo, lo llamaba a veces “niño lindo de papá”, cuando estaban solos; y sentía una ternura exquisita, casi maternal. Otras veces, al hablarle con dulzura al nene, inconscientemente miraba al padre; y al encontrarse sus miradas, ella temblaba toda y se sonrojaba, pero pronto se sobreponía y pasaba su turbación; disimulaba y se iba. Pero Juan José poco a poco fue dándose cuenta de lo que pasaba en el alma de su comadre y empezó también, a pesar suyo, a mirarla con malicia, a pensar en ella con insistencia y a reparar en sus encantos.
Una tarde llegó a su casa y encontró allí sola a Ana Matilde que mecía al nene en una hamaquita especial que le tenían. (Su comadre le había pedido que se lo cuidara mientras ella salía a una diligencia). Estaba de espaldas. Tenía el pelo recogido en un rodete sobre la cabeza y la nuca descubierta. Juan José llegó por detrás, suavemente, hasta cerca de ella que, al sentir su proximidad, sentía también en la nuca el hechizo de su mirada ardiente. Juan José contempló aquella cabeza adorable y aquella nuca tan blanca y tan linda y, sin saber bien lo que hacía, la besó con inusitado ardor; buscó luego los labios… Ella quería resistir pero no supo qué le pasaba que se sintió incapaz de hacerlo como si se hubiese quedado paralizada y, finalmente, correspondió el beso con toda la sed contenida de un amor que tanto tiempo había sentido en silencio.
Hacía ya días que Ana Matilde no venía a visitar a sus compadres. Siempre estaba esquiva, siempre tenía algo que hacer. Evidentemente, evitaba a Juan José. Pero Juanita, inocente y siempre cariñosa y amable, creía en sus excusas e iba a verla a la casa suya y a veces la ayudaba en los quehaceres domésticos. Se llevaba en ocasiones el nene a casa de su amiga y así pasaban juntas algún tiempo. Finalmente, Ana Matilde volvió a frecuentar la casa de sus compadres. Volvieron a ser como antes.
Ahora había llegado Agosto y los paseos a la playa estaban en su apogeo. Juanita había invitado a Ana Matilde y a otras amigas y amigos a un paseo el sábado siguiente. De todas partes del pueblo y de los campos vecinos bajaron ese día a la playa familias enteras en carretas y a caballo. La playa estaba “invadida”. Todos los lugares de sombra fueron aprovechados por la gente, evitando solamente la sombra malsana de los manzanillos. Las carretas con sus toldos de “encerado” servían también de refugio para el sol y en caso de lluvia.
La playa era amplia; lisa y casi plana, tal como es hoy. Tenía sólo un ligero declive, lo que la hacía bastante segura. Había una loma y junto a los pies de ésta una albina pequeña a la cual penetraba un estero. Una barra de piedras veíase allí cerca de la loma, frente a la boca del estero y hacia la mano izquierda. Hacia la derecha se extendía la playa como una franja interminable, bordeando el mar, y limitada atrás por una serie o sucesión de pequeñas dunas de arena blanca y finísima cubiertas a trechos, por el verde encaje de las parras de “batatilla”.
Se bañaba mucha gente frente a la “llegada” o sitio más próximo al fin del camino, a la margen derecha del estero. Más hacia la derecha, a medida que se alejaba uno de este lugar, había menos y menos gente. En uno de estos sitios más solitarios se bañaban “las comadres”, que habían elegido un bonito “real”, fresco y sombrío, ahí cerca, detrás de las dunas.
Al medio día muchos se quedaron durmiendo la siesta a la sombra de los mangles, agayos, y palos de maquenca. Juanita, que había estado durmiendo un rato, despertó de pronto, sobresaltada. Había estado soñando algo desagradable pero no podía precisar qué. Buscó con la vista a su esposo y no lo encontró en donde lo había visto hacía poco aparentemente dormido. Tampoco estaba su comadre Ana en el sitio en donde estaba antes. Los demás estaban por allí tendidos debajo de los árboles callados, quietos, inmóviles. Miró hacia la playa. Estaba desierta. Ahora empezaba ella a darse cuenta de algo que había pasado por alto, que no había captado claramente en el momento oportuno; algo vago como un presentimiento, algo que había creído percibir en un cruce fugaz de miradas entre Ana Matilde y Juan José.
“Habían estado cantando los tres una bella canción de amor y ella había creído notar una mirada dulce de inteligencia entre los dos, pero al instante había desechado ese primer asomo de sospecha de su parte…” Se levantó, se fue resbalando, sigilosamente, por la suave arena, a veces de rodillas, a veces medio acostada, por entre las ramas bajas de árboles enanos, hasta que percibió un rumor de voces, y se detuvo a escuchar. No se oía bien. Avanzó un poco más y, detrás de un cerrito de arena, en una sombra formada por unas trepadoras y las ramas de unos “coquillos”, alcanzó a ver dos personas, un hombre y una mujer, que hablaban en voz muy queda. Aguantó la respiración. Vió que se abrazaban y se besaban.
El corazón le saltó en el pecho y le “repiqueteó” en las sienes, anticipando el peligro. Había creído identificar al hombre. Era Juan José. Avanzó un poco más. Ahora veía mejor. “Era él, sin duda”. Se acercó más, jadeante ya de la emoción; y en un momento en que se separaron los cuerpos pudo ver claramente que el hombre era su marido y pudo ver también la cara de la mujer.
“¡Era su amiga de infancia, su comadre Ana!” Por unos instantes se quedó extática, sin saber qué hacer. Tembló toda; creyó desfallecer; pero, sacando fuerzas de flaqueza, empezó a retroceder para no ser vista; y cuando ya estuvo segura de que no podían verla, quebró intencionalmente unas ramitas para hacer ruido, en la esperanza de que al oírlo terminarían el “odioso idilio”.
Regresó a su sitio, se tendió en la arena nuevamente y se fingió dormida. Casi al instante regresó la comadre Ana, con mucha cautela, pero evidentemente turbada y se acostó en la arena blanda y fresca, debajo del árbol de mangle, en el mismo sitio en donde había estado antes de acudir a la amorosa cita; y se quedó allí, inmóvil, aunque realmente presa de sobresalto y desesperación, aparentando lo mejor posible que dormía. El compadre no vino. Se fue por allá mismo a otro “real” en donde (pensaba él)  diría más tarde que había pasado todo el tiempo.
—Comadre, despierte, que ha dormido ya mucho — (dijo al fin Juanita a su amiga, haciendo un gran esfuerzo para ser amable y para que no le temblara la voz. Se había levantado y estaba de pies, cerca de Ana Matilde.)— Venga, vamos a darnos un baño — añadió.
Pálida y nerviosa se levantó Ana Matilde, haciendo milagros para disimular; y sin decir nada siguió obediente a su amiga que, dando media vuelta, se dirigió resueltamente hacia la orilla del mar. Entraron las dos hasta donde “reventaban” las olas. No había nadie más alrededor.
—Vamos a “lo hondo” —propuso Juanita, al mismo tiempo que empujaba hacia adentro un “tuco” de los muchos que empleaban los bañistas para flotar, agarrados a ellos y para nadar, mar adentro, hasta distancias a las cuales no podían llegar con la sola fuerza de sus brazos. Ana Matilde se agarró de un extremo del palo con una mano y comenzó a nadar con la otra, imitando a su amiga y las dos se fueron alejando de la orilla. Cuando estuvieron bien lejos, le dijo Juanita a su comadre lo que acababa de ver. Ana lamentó de todo corazón lo que había pasado; le pidió perdón; le confesó su lucha interior: cómo había tratado de alejarse de ellos; cómo había intentado dominar su pasión y cómo al fin había sido débil y no había podido evitar el incidente que acababa Juanita de presenciar. Juanita, a su vez, le hizo duras recriminaciones; la llamó falsa amiga; la maldijo. Las dos lloraron y se desearon la muerte como la única solución a su desgracia; y, finalmente, Juanita, en su desesperación y atormentada por los celos, con un brusco sacudimiento, le arrebató el “tuco” a Ana Matilde y se fue nadando y empujándolo cada vez más lejos con el deliberado propósito de hacer que su comadre se ahogara. Ana Matilde comenzó a nadar desesperadamente y a pedir auxilio. Pero nadie la oía, excepto Juanita, porque los demás estaban demasiado lejos. Al fin, tras un esfuerzo sobrehumano, alcanzó a Juanita justamente cuando una ola gigantesca, inmensa, le había arrebatado a ésta el palo en que se apoyaba; se agarró de ella, llena del temor a la muerte porque ya le fallaban las fuerzas; y ahora las dos, agarrándose y hundiéndose mutuamente, cansadas ambas y tratando de apoyarse la una en la otra para salvarse, se fueron, arrolladas por la enorme ola y envueltas en el tremendo torbellino de los aguas, y hasta hundirse al fin en el frío y negro fondo del mar.
Dicen que era tan grande la ola que se levantó inopinadamente aquel día y tal el zumbido y estruendo que hizo, que toda la gente que se hallaba en la playa en otros sitios, tuvo que huir despavorida presa del más grande pánico hasta lo alto de las dunas, para salvar la vida; y que cuando la enorme ola se retiró, poco después, dejó al descubierto dos enormes piedras gemelas que antes no existían, justamente en el sitio en donde las infortunadas jóvenes, las dos comadres queridas, habían peleado por amor y celos, unos momentos antes. Sus cuerpos nunca fueron encontrados y se dice que fueron transformados por la mano del Altísimo en esas dos piedras llamadas desde entonces “Las Comadres”, que han quedado allí para siempre como testimonio mudo de la tragedia y que le han dado el nombre a la más popular de las playas tableñas: la playa de “Las Comadres”.

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