martes, 24 de mayo de 2016
José María González y Juanita del Castillo formaban una pareja feliz. Hacía unos pocos años que se habían casado y tenían ya, además de dos hijitos como dos ángeles, blancos y rubios, una buena casa en el campo, una extensa heredad y una hacienda de ganados de las más grandes de la comarca, la que era no sólo su fortuna sino, además, su orgullo; especialmente para Doña Juanita, orgullosa por naturaleza y por tradición, como que, hija de padre y madre españoles y ricos, había estado siempre acostumbrada al lujo y al poder, lo que sin embargo no impedía que fuese una buena esposa, amorosa, trabajadora y muy fiel, aunque un poco dominante. José María, por su parte, descendiente directo también de españoles pero pobres, era el tipo del hombre trabajador hasta el exceso, económico hasta la exageración, honrado a carta cabal y por lo tanto sencillote e ingenuo.
Él le daba a su esposa todos los lujos que la fortuna de ambos les permitía; pero siempre, como era la costumbre de la época (y que todavía persiste entre los campesinos de la región), enterraba a hurtadillas sus piezas de oro y monedas de plata cada vez que podía, hasta que llegó a reunir una gran cantidad de dinero en esta forma, sin que nadie, ni siquiera su esposa, se diera cuenta. Y de esa plata no tocaba ni un real. Prefería pasar cualquier apuro antes que tocar una de esas monedas. Aun hoy día no es raro ver entre los campesinos, que han conservado mejor que nadie las tradiciones y costumbres de nuestros antepasados, algún viejo, pobremente vestido y viviendo miserablemente, que al morir deja un cántaro lleno de plata. Parece que al enterrar el dinero se desarrolla una psicología especial en el dueño del tesoro, que goza con la contemplación de él, de vez en cuando, y siempre con el pensamiento de tenerlo ahí; y sufre también con el celo y la obsesión por conservarlo intacto, los que alcanzan a veces extremos increíbles.
Él le daba a su esposa todos los lujos que la fortuna de ambos les permitía; pero siempre, como era la costumbre de la época (y que todavía persiste entre los campesinos de la región), enterraba a hurtadillas sus piezas de oro y monedas de plata cada vez que podía, hasta que llegó a reunir una gran cantidad de dinero en esta forma, sin que nadie, ni siquiera su esposa, se diera cuenta. Y de esa plata no tocaba ni un real. Prefería pasar cualquier apuro antes que tocar una de esas monedas. Aun hoy día no es raro ver entre los campesinos, que han conservado mejor que nadie las tradiciones y costumbres de nuestros antepasados, algún viejo, pobremente vestido y viviendo miserablemente, que al morir deja un cántaro lleno de plata. Parece que al enterrar el dinero se desarrolla una psicología especial en el dueño del tesoro, que goza con la contemplación de él, de vez en cuando, y siempre con el pensamiento de tenerlo ahí; y sufre también con el celo y la obsesión por conservarlo intacto, los que alcanzan a veces extremos increíbles.
Así le sucedió a José María González. Tenía una fortuna enterrada en la tierra pero no quería tocarla y ése fue el origen de su desgracia.
Aconteció que llegaron por esos días a Las Tablas unos Garcías, gente preparada y muy ladina, de seguro provenientes de algún pueblo más adelantado; muy bien trajeados, de hablar fácil y de maneras distinguidas. Parecían gente muy importante. Trabaron amistad con don José María a quien pronto fascinaron con sus modales y éste les brindo la hospitalidad más cumplida y generosa. Los Garcías habían venido a ventilar algún asunto de negocios y necesitaron, de momento, un fiador. Naturalmente la persona más indicada para tal fin, ahí en ese pueblo, extraño para ellos, vino a ser don José María y éste, sin pensarlo dos veces, les salió de fiador. Cuando le contó a la esposa lo que había hecho, ésta, como mujer al fin, desconfiada,
le desaprobó la acción, diciéndole que a lo mejor esos hombres quedaban mal y él tendría que pagar la fianza. Las nuevas pronto corrieron por el pueblo de lo que había
hecho don José María por los forasteros y aunque, a la verdad, a muy pocos les importaba un bledo lo que pudiera pasar, todos decían lo mismo: “que don José María tendría de seguro que pagar esa plata”. Algunos se lo decían a él mismo pero la mayoría se lo decía a la señora. Y como los forasteros se fueron un buen día sin despedirse siquiera (“anochecieron y no amanecieron”, decía la gente), se redoblaron los cuchicheos y habladurías: “lo que es don José María tiene que pagar esa plata. Y tendrá que vender todo el ganado porque es mucho el dinero de la fianza y el ganado no vale nada”.
La señora estaba nerviosa y enojadísima; y el pobre don José María, nervioso también, no supo ni cuándo empezó a vender sus ganados, en la certeza de que, efectivamente, tendría que pagar y cuanto antes, mejor. Vendió el ganado de La Garita, el del Llano del Río, el de Las Coloradas. Doña Juanita, que al principio era de las que lo molestaban más con la “cantinela” de que tendría que pagar, trató ahora de pararlo, diciéndole que era una locura lo que hacía, que no siguiera vendiendo; pero en vano; el hombre siguió vendiendo ganado, terrenos y todo. Ella entonces lo amenazó con dejarlo si seguía deshaciéndose de todas las propiedades.
—Te has vuelto loco, y vamos a quedar en las latas”, le decía doña Juanita.
— Y yo me voy de aquí. A mí no me verán pobre en Las Tablas, no señor.
Don José María, a pesar de que tenía su tesoro enterrado, no hizo caso y siguió vendiendo. Era verano y algunos ganados estaban ya en la sierra. A la sierra se fue, pues, a buscar el resto de la hacienda para venderla.
La señora decidió irse. Averiguó cuándo había salida de canoa y se fue a la Villa a cogerla; se fue y se llevó los dos hijitos. Le dejó la llave de la casa a su cuñada Petra.
Cuando don José María regresó, encontró la casa cerrada y sola. Corrió a casa de su hermana y supo la mala nueva. Precipitadamente se fue a Los Santos, en busca de su esposa y sus hijitos. Le pidió por favor que volvieran; le aseguró que con el dinero que él tenía enterrado había para comprar todas las haciendas de Las Tablas; pero fue en vano todo, pues la señora no le creyó la historia del “entierro” y “lo que era ella, no era verdad que la verían pobre en Las Tablas”.
Decepcionado regresó don José María a su casa. La canoa salió de Los Santos y en ella salió doña Juanita con los dos niños; pero ya el viento norte era muy fuerte y el mar se picaba mucho. Un señor llamado Montiano le contó, pocos días después, a don José María, cómo la canoa se había volteado y se había hundido apenas hubo salido un poquito mar afuera. Montiano era pasajero también de la malhadada canoa y uno de los pocos sobrevivientes del naufragio. “Había encontrado a doña Juanita luchando con las olas dos veces: la primera, llevaba los dos hijitos pegados a sus ropas; la segunda vez ya la mar le había llevado uno de los niños y quedaba uno todavía agarrado de ella; después ya no volvió a verlos más”.
Don José María lloraba y lloraba, en silencio. Se acostó a morirse de pena y efectivamente no duró mucho tiempo. Cuando ya sintió llegar la hora de la muerte llamó a su hermano Juancho y le dijo:
—Hermano, Dios me ha castigado por mi avaricia o mi ignorancia. ¡Mi pobre Juanita y mis pobres hijitos muertos en esa forma tan dolorosa y triste!… pero bien, me queda el consuelo de que ya no voy a durar mucho.
Hizo una pausa y prosiguió luego:
—Yo tengo un entierro de oro y plata y quiero que lo saque, pero la mitad del entierro debe entregársela a Juan Pablo, el hermano menor de Juanita, porque de ella era la mitad de mi fortuna; ella tenía algo cuando nos casamos y me ayudó también a trabajar.
En la puerta del potrero de “El Cocal”, junto a un guapo cansaboca, hay dos botijas llenas de oro y plata, enterrados. Entre las dos botijas hay también enterrada la cacha de una daga que le puede servir de guía. Lleve a Juan Pablo con Ud. la noche que vaya a sacar el entierro y divida con él.
Se murió don José María. Pasaron “las nueve noches” y los rezos y las misas. Una noche temprano, Juancho convidó a Juan Pablo para que lo acompañara a “El Cocal” a sacar “un entierro” de su hermano José María. Una vez en el lugar indicado por el difunto, comenzaron a cavar y al poco tiempo encontraron la cacha de la daga; le entró la codicia a Juancho y pensó que era mejor cogerse todo; así es que dijo a Juan Pablo:
—Mi hermano me habló de dos botijas llenas de oro y plata, pero parece que estaba delirando porque lo que ha dejado es una cacha de daga vieja. Si Ud. quiere seguir escarbando, siga solo que yo me voy.
Juan Pablo, que era apenas un muchacho de trece años y que les tenía miedo a los muertos, no quiso “ni pensarlo”, quedarse ahí solo. Así es que regresaron al pueblo. Como a media noche volvió Juancho solo a escarbar el entierro y “él que da el primer coazo a la tierra, y una voz trapajosa que le dice: eso no es lo tratado, compadre”. Juancho cayó fulminado del susto, perdió el habla y el sentido y quedó allí exánime por mucho tiempo. Cuando volvió en sí ya era casi de día y se fue corriendo a buscar a Juan Pablo y le contó lo que le había pasado.
—Vaya a sacar Ud. el entierro, que yo no lo quiero—le dijo a Juan Pablo; pero Juan Pablo tampoco lo quiso y ahí se quedó el entierro por mucho tiempo.
Desde que sucedieron las cosas que dejo relatadas empezaron a verse fantasmas en la puerta del potrero de don José María.
Los que pasaban de noche por el camino real de “El Cocal”, al pasar frente al sitio donde estaba el entierro, veían a veces una luz que corría por el llano: otras, la sombra blanca de un hombre, “de seguro el ánima de don José María”; y, a veces, las dos cosas y “otros aparatos” más.
Pasó mucho tiempo. Pasaron los lutos. Ya pocos se acordaban de don José María. Llegaron las fiestas de Santa Librada ese año. El primer día de toros, en el portal de la casa de Agustina González, en la esquina de la plaza, al lado de la iglesia, estaba ésta con su tía Petra, la hermana del difunto, viendo los toros. Había mucha gente en el portal, del campo y del pueblo; pero entre toda la gente llamaba la atención una muchacha empollerada y cargada de toda clase de prendas: peinetas de balcón, cadenas chatas, mosquetas de perlas, sortijas, etc.
Agustina se quedó observando a la muchacha y de pronto agarró a doña Petra por el brazo, mientras le decía, temblando y palideciendo de nerviosidad: “Mire, mire tía, allá”.
—¿Qué te pasa, muchacha, has visto a un fantasma? —dijo la señora.
—Allá, esa muchacha, tía. Esa muchacha carga una cadena del cofre de tío José María. ¿Ud. se acuerda, tía, de aquella cadena con los doblones de oro y la cruz grande y el escapulario de oro? Mírela, mírela, ésa es la misma. Doña Petra reconoció, en efecto, la cadena, que ella había visto entre las prendas de su hermano. Ésa era indudablemente la prenda. “¿Cómo la habría obtenido esa niña?”Averiguó quién era y supo que era hija de un señor Juan Ramírez, hombre “pobrecito”, que de la noche a la mañana había hecho fortuna.
Efectivamente, Juan Ramírez era un agricultor humilde que trabajaba muy duramente para sostener a su mujer y a sus hijos. Súbitamente este hombre, que estaba casi en la miseria, había empezado a prosperar y a muchos llamó la atención esa prosperidad: “¡Juan Ramírez con pantalón negro de casimir y camisas blancas muy finas; con sombrero blanco y montando caballos de a cien pesos! ¡ Reyes, el hijo, jugando plata, cortejando muchachas de las familias más acomodadas; y su hija, luciendo prendas y joyas riquísimas !” La familia Ramírez había subido como la espuma. Pero no pasó mucho tiempo cuando empezó a correr el rumor de que Juan Ramírez estaba loco; que no dormía de noche; que se le oía hablando cosas incoherentes; que no dormía nunca en la misma casa sino que se iba y pedía posada en alguna casa vecina, hoy en una, mañana en otra. Y así se fue poco a poco, primero en el pueblo y sus alrededores; después de campo en campo. Un día, en el Sesteadero, le pidió posada a
Bartolo Cárdenas y como se levantaba a cada rato y volvía a acostarse y no dejaba dormir, el dueño de la casa le preguntó:
—¿Hombre Juan; qué es lo que le pasa a Ud. que se para cada rato? ¿Qué es lo que tiene que no lo deja dormir?
—Vea, amigo Bartolo, ya no aguanto más. Voy a contarle a Ud. lo que me pasa—respondióle Juan Ramírez—. Lo que a mí me pasa es que me persigue un ánima.
—¿Cómo es eso, Ño Juan?
—Como lo oye. A mí me persigue el ánima de José María González y me sigue por todas partes. Hizo una pausa. Bartolo estaba asustado pero se animó a pedirle que continuara.
—¿Ud. se acuerda de las abusiones que salían en el potrero de Ño José María? Bueno, una noche yo iba por el camino real del Cocal y al enfrentar a la puerta del potrero de Ño José María vi un bulto por la parte aentro de la cerca. Yo taba muy pobre y muy jodío; así que me dispuse, dentré y conjuré el ánima de Ño José María. Cuando me le acerqué al bulto, oí que me dijo:
“—Juan, ¿quieres tener plata?, ven para decirte dónde está. “Yo lo seguí y me llevó a un lugar, al pie del guabo cansaboca que hay ahí.
“—Escarba aquí —me dijo— pero antes vamos a hacer un trato.
“Y yo jice el trato con el muerto pero no he cumplío”.
Aconteció que llegaron por esos días a Las Tablas unos Garcías, gente preparada y muy ladina, de seguro provenientes de algún pueblo más adelantado; muy bien trajeados, de hablar fácil y de maneras distinguidas. Parecían gente muy importante. Trabaron amistad con don José María a quien pronto fascinaron con sus modales y éste les brindo la hospitalidad más cumplida y generosa. Los Garcías habían venido a ventilar algún asunto de negocios y necesitaron, de momento, un fiador. Naturalmente la persona más indicada para tal fin, ahí en ese pueblo, extraño para ellos, vino a ser don José María y éste, sin pensarlo dos veces, les salió de fiador. Cuando le contó a la esposa lo que había hecho, ésta, como mujer al fin, desconfiada,
le desaprobó la acción, diciéndole que a lo mejor esos hombres quedaban mal y él tendría que pagar la fianza. Las nuevas pronto corrieron por el pueblo de lo que había
hecho don José María por los forasteros y aunque, a la verdad, a muy pocos les importaba un bledo lo que pudiera pasar, todos decían lo mismo: “que don José María tendría de seguro que pagar esa plata”. Algunos se lo decían a él mismo pero la mayoría se lo decía a la señora. Y como los forasteros se fueron un buen día sin despedirse siquiera (“anochecieron y no amanecieron”, decía la gente), se redoblaron los cuchicheos y habladurías: “lo que es don José María tiene que pagar esa plata. Y tendrá que vender todo el ganado porque es mucho el dinero de la fianza y el ganado no vale nada”.
La señora estaba nerviosa y enojadísima; y el pobre don José María, nervioso también, no supo ni cuándo empezó a vender sus ganados, en la certeza de que, efectivamente, tendría que pagar y cuanto antes, mejor. Vendió el ganado de La Garita, el del Llano del Río, el de Las Coloradas. Doña Juanita, que al principio era de las que lo molestaban más con la “cantinela” de que tendría que pagar, trató ahora de pararlo, diciéndole que era una locura lo que hacía, que no siguiera vendiendo; pero en vano; el hombre siguió vendiendo ganado, terrenos y todo. Ella entonces lo amenazó con dejarlo si seguía deshaciéndose de todas las propiedades.
—Te has vuelto loco, y vamos a quedar en las latas”, le decía doña Juanita.
— Y yo me voy de aquí. A mí no me verán pobre en Las Tablas, no señor.
Don José María, a pesar de que tenía su tesoro enterrado, no hizo caso y siguió vendiendo. Era verano y algunos ganados estaban ya en la sierra. A la sierra se fue, pues, a buscar el resto de la hacienda para venderla.
La señora decidió irse. Averiguó cuándo había salida de canoa y se fue a la Villa a cogerla; se fue y se llevó los dos hijitos. Le dejó la llave de la casa a su cuñada Petra.
Cuando don José María regresó, encontró la casa cerrada y sola. Corrió a casa de su hermana y supo la mala nueva. Precipitadamente se fue a Los Santos, en busca de su esposa y sus hijitos. Le pidió por favor que volvieran; le aseguró que con el dinero que él tenía enterrado había para comprar todas las haciendas de Las Tablas; pero fue en vano todo, pues la señora no le creyó la historia del “entierro” y “lo que era ella, no era verdad que la verían pobre en Las Tablas”.
Decepcionado regresó don José María a su casa. La canoa salió de Los Santos y en ella salió doña Juanita con los dos niños; pero ya el viento norte era muy fuerte y el mar se picaba mucho. Un señor llamado Montiano le contó, pocos días después, a don José María, cómo la canoa se había volteado y se había hundido apenas hubo salido un poquito mar afuera. Montiano era pasajero también de la malhadada canoa y uno de los pocos sobrevivientes del naufragio. “Había encontrado a doña Juanita luchando con las olas dos veces: la primera, llevaba los dos hijitos pegados a sus ropas; la segunda vez ya la mar le había llevado uno de los niños y quedaba uno todavía agarrado de ella; después ya no volvió a verlos más”.
Don José María lloraba y lloraba, en silencio. Se acostó a morirse de pena y efectivamente no duró mucho tiempo. Cuando ya sintió llegar la hora de la muerte llamó a su hermano Juancho y le dijo:
—Hermano, Dios me ha castigado por mi avaricia o mi ignorancia. ¡Mi pobre Juanita y mis pobres hijitos muertos en esa forma tan dolorosa y triste!… pero bien, me queda el consuelo de que ya no voy a durar mucho.
Hizo una pausa y prosiguió luego:
—Yo tengo un entierro de oro y plata y quiero que lo saque, pero la mitad del entierro debe entregársela a Juan Pablo, el hermano menor de Juanita, porque de ella era la mitad de mi fortuna; ella tenía algo cuando nos casamos y me ayudó también a trabajar.
En la puerta del potrero de “El Cocal”, junto a un guapo cansaboca, hay dos botijas llenas de oro y plata, enterrados. Entre las dos botijas hay también enterrada la cacha de una daga que le puede servir de guía. Lleve a Juan Pablo con Ud. la noche que vaya a sacar el entierro y divida con él.
Se murió don José María. Pasaron “las nueve noches” y los rezos y las misas. Una noche temprano, Juancho convidó a Juan Pablo para que lo acompañara a “El Cocal” a sacar “un entierro” de su hermano José María. Una vez en el lugar indicado por el difunto, comenzaron a cavar y al poco tiempo encontraron la cacha de la daga; le entró la codicia a Juancho y pensó que era mejor cogerse todo; así es que dijo a Juan Pablo:
—Mi hermano me habló de dos botijas llenas de oro y plata, pero parece que estaba delirando porque lo que ha dejado es una cacha de daga vieja. Si Ud. quiere seguir escarbando, siga solo que yo me voy.
Juan Pablo, que era apenas un muchacho de trece años y que les tenía miedo a los muertos, no quiso “ni pensarlo”, quedarse ahí solo. Así es que regresaron al pueblo. Como a media noche volvió Juancho solo a escarbar el entierro y “él que da el primer coazo a la tierra, y una voz trapajosa que le dice: eso no es lo tratado, compadre”. Juancho cayó fulminado del susto, perdió el habla y el sentido y quedó allí exánime por mucho tiempo. Cuando volvió en sí ya era casi de día y se fue corriendo a buscar a Juan Pablo y le contó lo que le había pasado.
—Vaya a sacar Ud. el entierro, que yo no lo quiero—le dijo a Juan Pablo; pero Juan Pablo tampoco lo quiso y ahí se quedó el entierro por mucho tiempo.
Desde que sucedieron las cosas que dejo relatadas empezaron a verse fantasmas en la puerta del potrero de don José María.
Los que pasaban de noche por el camino real de “El Cocal”, al pasar frente al sitio donde estaba el entierro, veían a veces una luz que corría por el llano: otras, la sombra blanca de un hombre, “de seguro el ánima de don José María”; y, a veces, las dos cosas y “otros aparatos” más.
Pasó mucho tiempo. Pasaron los lutos. Ya pocos se acordaban de don José María. Llegaron las fiestas de Santa Librada ese año. El primer día de toros, en el portal de la casa de Agustina González, en la esquina de la plaza, al lado de la iglesia, estaba ésta con su tía Petra, la hermana del difunto, viendo los toros. Había mucha gente en el portal, del campo y del pueblo; pero entre toda la gente llamaba la atención una muchacha empollerada y cargada de toda clase de prendas: peinetas de balcón, cadenas chatas, mosquetas de perlas, sortijas, etc.
Agustina se quedó observando a la muchacha y de pronto agarró a doña Petra por el brazo, mientras le decía, temblando y palideciendo de nerviosidad: “Mire, mire tía, allá”.
—¿Qué te pasa, muchacha, has visto a un fantasma? —dijo la señora.
—Allá, esa muchacha, tía. Esa muchacha carga una cadena del cofre de tío José María. ¿Ud. se acuerda, tía, de aquella cadena con los doblones de oro y la cruz grande y el escapulario de oro? Mírela, mírela, ésa es la misma. Doña Petra reconoció, en efecto, la cadena, que ella había visto entre las prendas de su hermano. Ésa era indudablemente la prenda. “¿Cómo la habría obtenido esa niña?”Averiguó quién era y supo que era hija de un señor Juan Ramírez, hombre “pobrecito”, que de la noche a la mañana había hecho fortuna.
Efectivamente, Juan Ramírez era un agricultor humilde que trabajaba muy duramente para sostener a su mujer y a sus hijos. Súbitamente este hombre, que estaba casi en la miseria, había empezado a prosperar y a muchos llamó la atención esa prosperidad: “¡Juan Ramírez con pantalón negro de casimir y camisas blancas muy finas; con sombrero blanco y montando caballos de a cien pesos! ¡ Reyes, el hijo, jugando plata, cortejando muchachas de las familias más acomodadas; y su hija, luciendo prendas y joyas riquísimas !” La familia Ramírez había subido como la espuma. Pero no pasó mucho tiempo cuando empezó a correr el rumor de que Juan Ramírez estaba loco; que no dormía de noche; que se le oía hablando cosas incoherentes; que no dormía nunca en la misma casa sino que se iba y pedía posada en alguna casa vecina, hoy en una, mañana en otra. Y así se fue poco a poco, primero en el pueblo y sus alrededores; después de campo en campo. Un día, en el Sesteadero, le pidió posada a
Bartolo Cárdenas y como se levantaba a cada rato y volvía a acostarse y no dejaba dormir, el dueño de la casa le preguntó:
—¿Hombre Juan; qué es lo que le pasa a Ud. que se para cada rato? ¿Qué es lo que tiene que no lo deja dormir?
—Vea, amigo Bartolo, ya no aguanto más. Voy a contarle a Ud. lo que me pasa—respondióle Juan Ramírez—. Lo que a mí me pasa es que me persigue un ánima.
—¿Cómo es eso, Ño Juan?
—Como lo oye. A mí me persigue el ánima de José María González y me sigue por todas partes. Hizo una pausa. Bartolo estaba asustado pero se animó a pedirle que continuara.
—¿Ud. se acuerda de las abusiones que salían en el potrero de Ño José María? Bueno, una noche yo iba por el camino real del Cocal y al enfrentar a la puerta del potrero de Ño José María vi un bulto por la parte aentro de la cerca. Yo taba muy pobre y muy jodío; así que me dispuse, dentré y conjuré el ánima de Ño José María. Cuando me le acerqué al bulto, oí que me dijo:
“—Juan, ¿quieres tener plata?, ven para decirte dónde está. “Yo lo seguí y me llevó a un lugar, al pie del guabo cansaboca que hay ahí.
“—Escarba aquí —me dijo— pero antes vamos a hacer un trato.
“Y yo jice el trato con el muerto pero no he cumplío”.
Bartolo contaba que cuando llegó a este punto del relato, él estaba temblando de miedo y que no había sabido más de sí; que cuando volvió a despertar, el viejo Ramírez había desaparecido y que poco tiempo después lo encontraron muerto debajo del guabo cansaboca en el potrero de José María González.
Es una lástima que Cárdenas se desmayara. Hubiera sido muy interesante saber qué trato había hecho Juan Ramírez con el ánima de don José María.
Es una lástima que Cárdenas se desmayara. Hubiera sido muy interesante saber qué trato había hecho Juan Ramírez con el ánima de don José María.
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