martes, 24 de mayo de 2016
Una leyenda es una narración de hechos naturales, sobrenaturales o una mixtura de ambos que se transmite de generación en generación en forma oral o escrita. Generalmente, el relato se sitúa de forma imprecisa entre el mito y el suceso verídico, lo que le confiere cierta singularidad.

Una leyenda, a diferencia de un cuento o un mito, está ligada siempre a un elemento preciso y se centra en la integración de este elemento en el mundo cotidiano o la historia de la comunidad a la cual pertenece. Contrariamente al cuento, que se sitúa dentro de un tiempo («Érase una vez...») y un lugar (por ejemplo, en el Castillo de irás ya no volverás) convenidos e imaginarios, la leyenda se desarrolla habitualmente en un lugar y un tiempo preciso y real, aunque aparecen en ellas elementos ficticios (por ejemplo, criaturas fabulosas, como las sirenas).

José María González y Juanita del Castillo formaban una pareja feliz. Hacía unos pocos años que se habían casado y tenían ya, además de dos hijitos como dos ángeles, blancos y rubios, una buena casa en el campo, una extensa heredad y una hacienda de ganados de las más grandes de la comarca, la que era no sólo su fortuna sino, además, su orgullo; especialmente para Doña Juanita, orgullosa por naturaleza y por tradición, como que, hija de padre y madre españoles y ricos, había estado siempre acostumbrada al lujo y al poder, lo que sin embargo no impedía que fuese una buena esposa, amorosa, trabajadora y muy fiel, aunque un poco dominante. José María, por su parte, descendiente directo también de españoles pero pobres, era el tipo del hombre trabajador hasta el exceso, económico hasta la exageración, honrado a carta cabal y por lo tanto sencillote e ingenuo.
Él le daba a su esposa todos los lujos que la fortuna de ambos les permitía; pero siempre, como era la costumbre de la época (y que todavía persiste entre los campesinos de la región), enterraba a hurtadillas sus piezas de oro y monedas de plata cada vez que podía, hasta que llegó a reunir una gran cantidad de dinero en esta forma, sin que nadie, ni siquiera su esposa, se diera cuenta. Y de esa plata no tocaba ni un real. Prefería pasar cualquier apuro antes que tocar una de esas monedas. Aun hoy día no es raro ver entre los campesinos, que han conservado mejor que nadie las tradiciones y costumbres de nuestros antepasados, algún viejo, pobremente vestido y viviendo miserablemente, que al morir deja un cántaro lleno de plata. Parece que al enterrar el dinero se desarrolla una psicología especial en el dueño del tesoro, que goza con la contemplación de él, de vez en cuando, y siempre con el pensamiento de tenerlo ahí; y sufre también con el celo y la obsesión por conservarlo intacto, los que alcanzan a veces extremos increíbles.
Así le sucedió a José María González. Tenía una fortuna enterrada en la tierra pero no quería tocarla y ése fue el origen de su desgracia.
Aconteció que llegaron por esos días a Las Tablas unos Garcías, gente preparada y muy ladina, de seguro provenientes de algún pueblo más adelantado; muy bien trajeados, de hablar fácil y de maneras distinguidas. Parecían gente muy importante. Trabaron amistad con don José María a quien pronto fascinaron con sus modales y éste les brindo la hospitalidad más cumplida y generosa. Los Garcías habían venido a ventilar algún asunto de negocios y necesitaron, de momento, un fiador. Naturalmente la persona más indicada para tal fin, ahí en ese pueblo, extraño para ellos, vino a ser don José María y éste, sin pensarlo dos veces, les salió de fiador. Cuando le contó a la esposa lo que había hecho, ésta, como mujer al fin, desconfiada,
le desaprobó la acción, diciéndole que a lo mejor esos hombres quedaban mal y él tendría que pagar la fianza. Las nuevas pronto corrieron por el pueblo de lo que había
hecho don José María por los forasteros y aunque, a la verdad, a muy pocos les importaba un bledo lo que pudiera pasar, todos decían lo mismo: “que don José María tendría de seguro que pagar esa plata”. Algunos se lo decían a él mismo pero la mayoría se lo decía a la señora. Y como los forasteros se fueron un buen día sin despedirse siquiera (“anochecieron y no amanecieron”, decía la gente), se redoblaron los cuchicheos y habladurías: “lo que es don José María tiene que pagar esa plata. Y tendrá que vender todo el ganado porque es mucho el dinero de la fianza y el ganado no vale nada”.
La señora estaba nerviosa y enojadísima; y el pobre don José María, nervioso también, no supo ni cuándo empezó a vender sus ganados, en la certeza de que, efectivamente, tendría que pagar y cuanto antes, mejor. Vendió el ganado de La Garita, el del Llano del Río, el de Las Coloradas. Doña Juanita, que al principio era de las que lo molestaban más con la “cantinela” de que tendría que pagar, trató ahora de pararlo, diciéndole que era una locura lo que hacía, que no siguiera vendiendo; pero en vano; el hombre siguió vendiendo ganado, terrenos y todo. Ella entonces lo amenazó con dejarlo si seguía deshaciéndose de todas las propiedades.
—Te has vuelto loco, y vamos a quedar en las latas”, le decía doña Juanita.
— Y yo me voy de aquí. A mí no me verán pobre en Las Tablas, no señor.
Don José María, a pesar de que tenía su tesoro enterrado, no hizo caso y siguió vendiendo. Era verano y algunos ganados estaban ya en la sierra. A la sierra se fue, pues, a buscar el resto de la hacienda para venderla.
La señora decidió irse. Averiguó cuándo había salida de canoa y se fue a la Villa a cogerla; se fue y se llevó los dos hijitos. Le dejó la llave de la casa a su cuñada Petra.
Cuando don José María regresó, encontró la casa cerrada y sola. Corrió a casa de su hermana y supo la mala nueva. Precipitadamente se fue a Los Santos, en busca de su esposa y sus hijitos. Le pidió por favor que volvieran; le aseguró que con el dinero que él tenía enterrado había para comprar todas las haciendas de Las Tablas; pero fue en vano todo, pues la señora no le creyó la historia del “entierro” y “lo que era ella, no era verdad que la verían pobre en Las Tablas”.
Decepcionado regresó don José María a su casa. La canoa salió de Los Santos y en ella salió doña Juanita con los dos niños; pero ya el viento norte era muy fuerte y el mar se picaba mucho. Un señor llamado Montiano le contó, pocos días después, a don José María, cómo la canoa se había volteado y se había hundido apenas hubo salido un poquito mar afuera. Montiano era pasajero también de la malhadada canoa y uno de los pocos sobrevivientes del naufragio. “Había encontrado a doña Juanita luchando con las olas dos veces: la primera, llevaba los dos hijitos pegados a sus ropas; la segunda vez ya la mar le había llevado uno de los niños y quedaba uno todavía agarrado de ella; después ya no volvió a verlos más”.
Don José María lloraba y lloraba, en silencio. Se acostó a morirse de pena y efectivamente no duró mucho tiempo. Cuando ya sintió llegar la hora de la muerte llamó a su hermano Juancho y le dijo:
—Hermano, Dios me ha castigado por mi avaricia o mi ignorancia. ¡Mi pobre Juanita y mis pobres hijitos muertos en esa forma tan dolorosa y triste!… pero bien, me queda el consuelo de que ya no voy a durar mucho.
Hizo una pausa y prosiguió luego:
—Yo tengo un entierro de oro y plata y quiero que lo saque, pero la mitad del entierro debe entregársela a Juan Pablo, el hermano menor de Juanita, porque de ella era la mitad de mi fortuna; ella tenía algo cuando nos casamos y me ayudó también a trabajar.
En la puerta del potrero de “El Cocal”, junto a un guapo cansaboca, hay dos botijas llenas de oro y plata, enterrados. Entre las dos botijas hay también enterrada la cacha de una daga que le puede servir de guía. Lleve a Juan Pablo con Ud. la noche que vaya a sacar el entierro y divida con él.
Se murió don José María. Pasaron “las nueve noches” y los rezos y las misas. Una noche temprano, Juancho convidó a Juan Pablo para que lo acompañara a “El Cocal” a sacar “un entierro” de su hermano José María. Una vez en el lugar indicado por el difunto, comenzaron a cavar y al poco tiempo encontraron la cacha de la daga; le entró la codicia a Juancho y pensó que era mejor cogerse todo; así es que dijo a Juan Pablo:
—Mi hermano me habló de dos botijas llenas de oro y plata, pero parece que estaba delirando porque lo que ha dejado es una cacha de daga vieja. Si Ud. quiere seguir escarbando, siga solo que yo me voy.
Juan Pablo, que era apenas un muchacho de trece años y que les tenía miedo a los muertos, no quiso “ni pensarlo”, quedarse ahí solo. Así es que regresaron al pueblo. Como a media noche volvió Juancho solo a escarbar el entierro y “él que da el primer coazo a la tierra, y una voz trapajosa que le dice: eso no es lo tratado, compadre”. Juancho cayó fulminado del susto, perdió el habla y el sentido y quedó allí exánime por mucho tiempo. Cuando volvió en sí ya era casi de día y se fue corriendo a buscar a Juan Pablo y le contó lo que le había pasado.
—Vaya a sacar Ud. el entierro, que yo no lo quiero—le dijo a Juan Pablo; pero Juan Pablo tampoco lo quiso y ahí se quedó el entierro por mucho tiempo.
Desde que sucedieron las cosas que dejo relatadas empezaron a verse fantasmas en la puerta del potrero de don José María.
Los que pasaban de noche por el camino real de “El Cocal”, al pasar frente al sitio donde estaba el entierro, veían a veces una luz que corría por el llano: otras, la sombra blanca de un hombre, “de seguro el ánima de don José María”; y, a veces, las dos cosas y “otros aparatos” más.

Pasó mucho tiempo. Pasaron los lutos. Ya pocos se acordaban de don José María. Llegaron las fiestas de Santa Librada ese año. El primer día de toros, en el portal de la casa de Agustina González, en la esquina de la plaza, al lado de la iglesia, estaba ésta con su tía Petra, la hermana del difunto, viendo los toros. Había mucha gente en el portal, del campo y del pueblo; pero entre toda la gente llamaba la atención una muchacha empollerada y cargada de toda clase de prendas: peinetas de balcón, cadenas chatas, mosquetas de perlas, sortijas, etc.
Agustina se quedó observando a la muchacha y de pronto agarró a doña Petra por el brazo, mientras le decía, temblando y palideciendo de nerviosidad: “Mire, mire tía, allá”.
—¿Qué te pasa, muchacha, has visto a un fantasma? —dijo la señora.
—Allá, esa muchacha, tía. Esa muchacha carga una cadena del cofre de tío José María. ¿Ud. se acuerda, tía, de aquella cadena con los doblones de oro y la cruz grande y el escapulario de oro? Mírela, mírela, ésa es la misma. Doña Petra reconoció, en efecto, la cadena, que ella había visto entre las prendas de su hermano. Ésa era indudablemente la prenda. “¿Cómo la habría obtenido esa niña?”Averiguó quién era y supo que era hija de un señor Juan Ramírez, hombre “pobrecito”, que de la noche a la mañana había hecho fortuna.
Efectivamente, Juan Ramírez era un agricultor humilde que trabajaba muy duramente para sostener a su mujer y a sus hijos. Súbitamente este hombre, que estaba casi en la miseria, había empezado a prosperar y a muchos llamó la atención esa prosperidad: “¡Juan Ramírez con pantalón negro de casimir y camisas blancas muy finas; con sombrero blanco y montando caballos de a cien pesos! ¡ Reyes, el hijo, jugando plata, cortejando muchachas de las familias más acomodadas; y su hija, luciendo prendas y joyas riquísimas !” La familia Ramírez había subido como la espuma. Pero no pasó mucho tiempo cuando empezó a correr el rumor de que Juan Ramírez estaba loco; que no dormía de noche; que se le oía hablando cosas incoherentes; que no dormía nunca en la misma casa sino que se iba y pedía posada en alguna casa vecina, hoy en una, mañana en otra. Y así se fue poco a poco, primero en el pueblo y sus alrededores; después de campo en campo. Un día, en el Sesteadero, le pidió posada a
Bartolo Cárdenas y como se levantaba a cada rato y volvía a acostarse y no dejaba dormir, el dueño de la casa le preguntó:
—¿Hombre Juan; qué es lo que le pasa a Ud. que se para cada rato? ¿Qué es lo que tiene que no lo deja dormir?
—Vea, amigo Bartolo, ya no aguanto más. Voy a contarle a Ud. lo que me pasa—respondióle Juan Ramírez—. Lo que a mí me pasa es que me persigue un ánima.
—¿Cómo es eso, Ño Juan?
—Como lo oye. A mí me persigue el ánima de José María González y me sigue por todas partes. Hizo una pausa. Bartolo estaba asustado pero se animó a pedirle que continuara.
—¿Ud. se acuerda de las abusiones que salían en el potrero de Ño José María? Bueno, una noche yo iba por el camino real del Cocal y al enfrentar a la puerta del potrero de Ño José María vi un bulto por la parte aentro de la cerca. Yo taba muy pobre y muy jodío; así que me dispuse, dentré y conjuré el ánima de Ño José María. Cuando me le acerqué al bulto, oí que me dijo:
“—Juan, ¿quieres tener plata?, ven para decirte dónde está. “Yo lo seguí y me llevó a un lugar, al pie del guabo cansaboca que hay ahí.
“—Escarba aquí —me dijo— pero antes vamos a hacer un trato.
“Y yo jice el trato con el muerto pero no he cumplío”.
Potrero
Bartolo contaba que cuando llegó a este punto del relato, él estaba temblando de miedo y que no había sabido más de sí; que cuando volvió a despertar, el viejo Ramírez había desaparecido y que poco tiempo después lo encontraron muerto debajo del guabo cansaboca en el potrero de José María González.
Es una lástima que Cárdenas se desmayara. Hubiera sido muy interesante saber qué trato había hecho Juan Ramírez con el ánima de don José María.
Paso hace mucho, muchísimo tiempo. Entonces, como ahora, las niñas vecinas jugaban en la calle en las noches de luna, a la “pájara pinta”, al “ternerito salí de mi huerta”, al “Mirón, mirón, mirón” .
Era la misma gente, sólo que más atrasada en muchas cosas que la de hoy día y con costumbres más sencillas y más severas tal vez, pero con las mismas virtudes y defectos, los mismos sentimientos y las mismas pasiones.
Las niñas y los niños jugaban aparte; y los niños, en general, eran tratados como niños y obedecían y respetaban a sus padres en vez de hacer su soberana voluntad como es ahora la regla. A las ocho de la noche todos estaban recogidos en casa, decían “el bendito” a sus padres y, con un beso de éstos, se iban a la cama.
Jugaban también las niñas “a las muñecas” y a “las amas de casa”. Hacían a veces, en verano, en los patios, a la sombra de los árboles de mango, o de los cerezos u otros árboles frutales, “covachas” con petates o con hojas de cañas o pencas secas de palmas o hacían enramadas; y allí jugaban “a las comadres” y, en compañía, hacían “cocinados”, reales o ficticios, según la edad de las niñas; todo con la ayuda de alguna persona grande, generalmente la mamá de alguna de ellas, que era la que en realidad cargaba con el peso del trabajo si el “cocinado” resultaba de verdad. En estos juegos solían participar también niños varones que eran los encargados de recoger leña, de acarrear el mobiliario, de enterrar las horquetas para la enramada, de cargar el agua, de las tareas más pesadas, en fin.
En esos juegos inocentes primero, en los juegos de prendas después y en la misa los domingos, en las procesiones y en las “rogativas”, en los paseos a la playa, etc., niñas y niños empezaban a conocerse, a tratarse, más o menos a distancia. A admirarse de lejos, a hacerse señitas y a enamorarse finalmente.
Después venían las palabras deslizadas al oído lo más discretamente posible, en las ocasiones propicias, los regalos furtivos de un pañuelo o de un rizo, de un perfume o de una flor; las serenatas y, al fin, la declaración formal, el permiso de los padres para las visitas, el noviazgo y el matrimonio, cuando no la cita a hurtadillas, los amores clandestinos y la fuga, que ha sido siempre lo más frecuente. Fulano “se sacó” a Zutana era la noticia principal del pueblo una mañana cualquiera y la mayoría de estas uniones duraban para toda la vida con o sin la bendición del cura. Otras fracasaban aunque hubieran sido legítimas. Lo mismo que hoy.
Ana Matilde Espino y Juanita Villarreal eran vecinas y amigas entrañables. Habían crecido juntas, pues habían nacido y pasado su niñez en dos casas contiguas, de familias amigas de toda la vida. Juntas jugaron de niñas, juntas fueron a la escuela y, después, ya señoritas, juntas iban a todas partes: a misa, a las novenas, a las procesiones, a los juegos de prenda, a los bailes, a las fiestas, a los paseos a la playa; en fin, a todas partes.
Cuando de niñas jugaban en el patio haciendo “cocinados”, se llamaban “comadres” y así siguieron llamándose siempre; y como se querían sinceramente hacían los planes más inocentes y peregrinos. Decían primero que no se casarían nunca, que siempre seguirían juntas; pero si llegaban a admitir que una de las dos se casara algún día, decían que la otra sería su comadre, de veras entonces, porque sería la madrina del primer hijo y viviría, además, en la misma casa con la comadre.
Pasó el tiempo y fatalmente llegó un día cuando una de las amigas, Juanita, se enamoró con un guapo mozo del pueblo que, sin embargo, no tenía la aprobación de los padres de la joven.
Serenatas van y serenatas vienen; acecho a la entrada o a la salida de la iglesia; un papelito hoy y otro mañana, el joven tenía que valerse de toda clase de habilidades para comunicarse con Juanita, que estaba celosamente vigilada por sus padres y por la “servidumbre” de la casa.
Juanita era bella y dulce, pero recatada y tímida. Sentía cariño por Juan José Delgado, el guapo mozo, y se sentía halagada por la corte que éste le hacía; la oposición de los padres contribuía también a aumentar su interés por el joven. Pero no podían verse con frecuencia ni hablar como era debido y esto los desesperaba a los dos. Hasta que se le ocurrió un día la idea a Juan José de buscar la ayuda de Ana Matilde, la amiga íntima y confidente de Juanita, y amiga suya también. Así comenzó a visitar con frecuencia a su amiga Ana, joven también, bella y hermosa, de carácter alegre y jovial. Acompañados de la guitarra, que ella tocaba “divinamente”, cantaban juntos bellas y románticas canciones que Juanita escuchaba desde la casa vecina, sabiendo que eran para ella. Una salida al portal les daba a los jóvenes enamorados la oportunidad de cruzar un saludo, una sonrisa o, si no había moros en la costa, de hablar algunas palabras. A veces venía el joven a casa de Ana, evitando ser visto por la gente de la casa del lado y un momento después llamaba Ana Matilde a “su comadre” Juanita para “decirle una cosa”; y así tenían los enamorados una oportunidad de verse.
Los amores de Juanita y Juan José progresaron gracias a la ayuda de la comadrita querida, cada día más amable, más angelical. ¡Qué buena era Ana Matilde! Los dos enamorados la idolatraban y ella, a su vez, los quería con toda el alma. A su “comadrita” la quería Ana desde la infancia; era como una hermana; y al joven Juan José, tan inteligente, tan ocurrente y tan alegre, ella le había tenido siempre mucha simpatía y ahora que lo había tratado de cerca y con frecuencia y que estaba de novio con su amiga, lo quería más y encontraba su compañía encantadora. Cuando por alguna circunstancia él no venía a la casa, ella, casi sin darse cuenta, pasaba inquieta y apesadumbrada; y cuando él venía ¡qué alegría tan grande la que sentía! Tomaba la guitarra en sus brazos y le arrancaba notas sublimes. Cantaban y reían un rato, antes de que se les juntara Juanita… Y cuando ya “enseriaron” los amores Juanita y Juan José, vencidos al fin los reparos de la familia Espino, y éste visitaba ya a su novia en su propia casa, Ana Matilde no pudo evitar una tristeza, muy delicada pero muy honda, que supo disimular pero que estaba ahí en su corazón, a pesar suyo.
Llegó al fin el día del matrimonio de Juanita y Juan José. Ana Matilde fue Dama de Honor de “su comadrita” querida. Después de la ceremonia y de la celebración alegre y fastuosa, hubo besos y lágrimas, votos de felicidad, recuerdos y añoranzas… y promesas, muchas promesas, antes de la despedida.  Juanita y Juan José se fueron a pasar la luna de miel a la finca y Ana quedó sola en su casa, desolada y triste. Pero al regreso de los esposos, la visitaron, la agasajaron y la invitaron a venir a su casa todos los días.
Las dos amigas queridas pasaban horas enteras cosiendo o bordando o simplemente charlando y jugando, mientras Juan José se iba a sus quehaceres. Muchas veces comían juntos los tres y después de la celebración iban los dos esposos a casa de Ana Matilde, en donde pasaban la velada.
Cuando Juanita salió encinta se renovaron los propósitos de encompadrar. Ana Matilde sería la madrina del nene y así fue. Un hermoso niño vino, pues, a completar la felicidad del nuevo hogar y “la comadre” Ana fue la madrina.
¡Alegría! ¡entusiasmo! ¡fiesta! el día del bautizo del niño. Lo llevaron a la iglesia con música. Repicaron las campanas del pueblo cuando el padre derramó sobre la cabecita inocente las aguas bautismales. Después, brindis con las bebidas más finas, comida abundante, fuegos artificiales, en la noche, y, finalmente un regio baile.
Ana jugaba ahora con su ahijado como antaño jugaba con las muñecas. Le “hablaba chiquito”, le decía cosas dulces y, sin pensarlo, lo llamaba a veces “niño lindo de papá”, cuando estaban solos; y sentía una ternura exquisita, casi maternal. Otras veces, al hablarle con dulzura al nene, inconscientemente miraba al padre; y al encontrarse sus miradas, ella temblaba toda y se sonrojaba, pero pronto se sobreponía y pasaba su turbación; disimulaba y se iba. Pero Juan José poco a poco fue dándose cuenta de lo que pasaba en el alma de su comadre y empezó también, a pesar suyo, a mirarla con malicia, a pensar en ella con insistencia y a reparar en sus encantos.
Una tarde llegó a su casa y encontró allí sola a Ana Matilde que mecía al nene en una hamaquita especial que le tenían. (Su comadre le había pedido que se lo cuidara mientras ella salía a una diligencia). Estaba de espaldas. Tenía el pelo recogido en un rodete sobre la cabeza y la nuca descubierta. Juan José llegó por detrás, suavemente, hasta cerca de ella que, al sentir su proximidad, sentía también en la nuca el hechizo de su mirada ardiente. Juan José contempló aquella cabeza adorable y aquella nuca tan blanca y tan linda y, sin saber bien lo que hacía, la besó con inusitado ardor; buscó luego los labios… Ella quería resistir pero no supo qué le pasaba que se sintió incapaz de hacerlo como si se hubiese quedado paralizada y, finalmente, correspondió el beso con toda la sed contenida de un amor que tanto tiempo había sentido en silencio.
Hacía ya días que Ana Matilde no venía a visitar a sus compadres. Siempre estaba esquiva, siempre tenía algo que hacer. Evidentemente, evitaba a Juan José. Pero Juanita, inocente y siempre cariñosa y amable, creía en sus excusas e iba a verla a la casa suya y a veces la ayudaba en los quehaceres domésticos. Se llevaba en ocasiones el nene a casa de su amiga y así pasaban juntas algún tiempo. Finalmente, Ana Matilde volvió a frecuentar la casa de sus compadres. Volvieron a ser como antes.
Ahora había llegado Agosto y los paseos a la playa estaban en su apogeo. Juanita había invitado a Ana Matilde y a otras amigas y amigos a un paseo el sábado siguiente. De todas partes del pueblo y de los campos vecinos bajaron ese día a la playa familias enteras en carretas y a caballo. La playa estaba “invadida”. Todos los lugares de sombra fueron aprovechados por la gente, evitando solamente la sombra malsana de los manzanillos. Las carretas con sus toldos de “encerado” servían también de refugio para el sol y en caso de lluvia.
La playa era amplia; lisa y casi plana, tal como es hoy. Tenía sólo un ligero declive, lo que la hacía bastante segura. Había una loma y junto a los pies de ésta una albina pequeña a la cual penetraba un estero. Una barra de piedras veíase allí cerca de la loma, frente a la boca del estero y hacia la mano izquierda. Hacia la derecha se extendía la playa como una franja interminable, bordeando el mar, y limitada atrás por una serie o sucesión de pequeñas dunas de arena blanca y finísima cubiertas a trechos, por el verde encaje de las parras de “batatilla”.
Se bañaba mucha gente frente a la “llegada” o sitio más próximo al fin del camino, a la margen derecha del estero. Más hacia la derecha, a medida que se alejaba uno de este lugar, había menos y menos gente. En uno de estos sitios más solitarios se bañaban “las comadres”, que habían elegido un bonito “real”, fresco y sombrío, ahí cerca, detrás de las dunas.
Al medio día muchos se quedaron durmiendo la siesta a la sombra de los mangles, agayos, y palos de maquenca. Juanita, que había estado durmiendo un rato, despertó de pronto, sobresaltada. Había estado soñando algo desagradable pero no podía precisar qué. Buscó con la vista a su esposo y no lo encontró en donde lo había visto hacía poco aparentemente dormido. Tampoco estaba su comadre Ana en el sitio en donde estaba antes. Los demás estaban por allí tendidos debajo de los árboles callados, quietos, inmóviles. Miró hacia la playa. Estaba desierta. Ahora empezaba ella a darse cuenta de algo que había pasado por alto, que no había captado claramente en el momento oportuno; algo vago como un presentimiento, algo que había creído percibir en un cruce fugaz de miradas entre Ana Matilde y Juan José.
“Habían estado cantando los tres una bella canción de amor y ella había creído notar una mirada dulce de inteligencia entre los dos, pero al instante había desechado ese primer asomo de sospecha de su parte…” Se levantó, se fue resbalando, sigilosamente, por la suave arena, a veces de rodillas, a veces medio acostada, por entre las ramas bajas de árboles enanos, hasta que percibió un rumor de voces, y se detuvo a escuchar. No se oía bien. Avanzó un poco más y, detrás de un cerrito de arena, en una sombra formada por unas trepadoras y las ramas de unos “coquillos”, alcanzó a ver dos personas, un hombre y una mujer, que hablaban en voz muy queda. Aguantó la respiración. Vió que se abrazaban y se besaban.
El corazón le saltó en el pecho y le “repiqueteó” en las sienes, anticipando el peligro. Había creído identificar al hombre. Era Juan José. Avanzó un poco más. Ahora veía mejor. “Era él, sin duda”. Se acercó más, jadeante ya de la emoción; y en un momento en que se separaron los cuerpos pudo ver claramente que el hombre era su marido y pudo ver también la cara de la mujer.
“¡Era su amiga de infancia, su comadre Ana!” Por unos instantes se quedó extática, sin saber qué hacer. Tembló toda; creyó desfallecer; pero, sacando fuerzas de flaqueza, empezó a retroceder para no ser vista; y cuando ya estuvo segura de que no podían verla, quebró intencionalmente unas ramitas para hacer ruido, en la esperanza de que al oírlo terminarían el “odioso idilio”.
Regresó a su sitio, se tendió en la arena nuevamente y se fingió dormida. Casi al instante regresó la comadre Ana, con mucha cautela, pero evidentemente turbada y se acostó en la arena blanda y fresca, debajo del árbol de mangle, en el mismo sitio en donde había estado antes de acudir a la amorosa cita; y se quedó allí, inmóvil, aunque realmente presa de sobresalto y desesperación, aparentando lo mejor posible que dormía. El compadre no vino. Se fue por allá mismo a otro “real” en donde (pensaba él)  diría más tarde que había pasado todo el tiempo.
—Comadre, despierte, que ha dormido ya mucho — (dijo al fin Juanita a su amiga, haciendo un gran esfuerzo para ser amable y para que no le temblara la voz. Se había levantado y estaba de pies, cerca de Ana Matilde.)— Venga, vamos a darnos un baño — añadió.
Pálida y nerviosa se levantó Ana Matilde, haciendo milagros para disimular; y sin decir nada siguió obediente a su amiga que, dando media vuelta, se dirigió resueltamente hacia la orilla del mar. Entraron las dos hasta donde “reventaban” las olas. No había nadie más alrededor.
—Vamos a “lo hondo” —propuso Juanita, al mismo tiempo que empujaba hacia adentro un “tuco” de los muchos que empleaban los bañistas para flotar, agarrados a ellos y para nadar, mar adentro, hasta distancias a las cuales no podían llegar con la sola fuerza de sus brazos. Ana Matilde se agarró de un extremo del palo con una mano y comenzó a nadar con la otra, imitando a su amiga y las dos se fueron alejando de la orilla. Cuando estuvieron bien lejos, le dijo Juanita a su comadre lo que acababa de ver. Ana lamentó de todo corazón lo que había pasado; le pidió perdón; le confesó su lucha interior: cómo había tratado de alejarse de ellos; cómo había intentado dominar su pasión y cómo al fin había sido débil y no había podido evitar el incidente que acababa Juanita de presenciar. Juanita, a su vez, le hizo duras recriminaciones; la llamó falsa amiga; la maldijo. Las dos lloraron y se desearon la muerte como la única solución a su desgracia; y, finalmente, Juanita, en su desesperación y atormentada por los celos, con un brusco sacudimiento, le arrebató el “tuco” a Ana Matilde y se fue nadando y empujándolo cada vez más lejos con el deliberado propósito de hacer que su comadre se ahogara. Ana Matilde comenzó a nadar desesperadamente y a pedir auxilio. Pero nadie la oía, excepto Juanita, porque los demás estaban demasiado lejos. Al fin, tras un esfuerzo sobrehumano, alcanzó a Juanita justamente cuando una ola gigantesca, inmensa, le había arrebatado a ésta el palo en que se apoyaba; se agarró de ella, llena del temor a la muerte porque ya le fallaban las fuerzas; y ahora las dos, agarrándose y hundiéndose mutuamente, cansadas ambas y tratando de apoyarse la una en la otra para salvarse, se fueron, arrolladas por la enorme ola y envueltas en el tremendo torbellino de los aguas, y hasta hundirse al fin en el frío y negro fondo del mar.
Dicen que era tan grande la ola que se levantó inopinadamente aquel día y tal el zumbido y estruendo que hizo, que toda la gente que se hallaba en la playa en otros sitios, tuvo que huir despavorida presa del más grande pánico hasta lo alto de las dunas, para salvar la vida; y que cuando la enorme ola se retiró, poco después, dejó al descubierto dos enormes piedras gemelas que antes no existían, justamente en el sitio en donde las infortunadas jóvenes, las dos comadres queridas, habían peleado por amor y celos, unos momentos antes. Sus cuerpos nunca fueron encontrados y se dice que fueron transformados por la mano del Altísimo en esas dos piedras llamadas desde entonces “Las Comadres”, que han quedado allí para siempre como testimonio mudo de la tragedia y que le han dado el nombre a la más popular de las playas tableñas: la playa de “Las Comadres”.
lunes, 23 de mayo de 2016
El Río Perales nace como un humilde arroyuelo en las faldas del Canajagua y baja en dirección Noreste por entre peñascales, como cantarina fuente primero, hasta encontrar un pequeño valle, el que sigue, ya convertido en río por la afluencia de diversas quebradas y ríos menores, que se le van sumando en el trayecto. Después penetra entre cerros de mediana alturaque forman una doble cadena en dirección norte y noreste y que en la parte más baja reciben el nombre genérico de Cerros del Castillo. En la parte media de ese estrecho valle recibe las aguas del Río Hondo que baja también del Canajagua y un poco más abajo las del Río Pedregoso (famoso por formar las más altas cataratas de la provincia de Los Santos), y que ya en este sitio es conocido con el nombre de Río Laja por correr por un lecho de piedra viva. Así aumentado su caudal, el Río Perales, a trechos corre en forma sosegada y tranquila, a trechos en forma rauda y torrentosa, según el declive y la configuración del terreno y en su descenso forma a veces rápidos y saltos, de los cuales el más famoso es el Salto del Pilón, ya entre las últimas estribaciones de los Cerros del Castillo, antes de llegar a las tierras bajas de Perales.
Ya sea por lo impresionante del paraje, ya por el estruendo que hacen las aguas al estrellarse contra la roca viva, ya sea porque algo extraordinario pasara allí en tiempos remotos, la leyenda existe, desde época indefinida, de que hay allí “un encanto” y aún hoy, cuando uno pasa cerca de ese sitio un hálito de misterio y de recelo parece envolverlo a uno y pocas son las personas que se atreven a bañarse en el charco, profundo y redondo como un pilón, que la fuerza de las aguas ha cavado en la laja viva a través de los siglos.
Los indios de la costa habían sido sometidos o se habían refugiado en las montañas para desde allí, en unión de otras tribus, seguir resistiendo al invasor español. Hacía ya tiempo que había muerto Atatara, señor de París; y sus aliados, o habían muerto o habían sido vencidos. En los llanos de Las Tablas existía ya una pequeña colonia española y una ermita, a la orilla de un arroyuelo cuyo nombre primitivo se perdió en el silencio de los tiempos y que vino a conocerse después con el nombre de Quebrada de la Ermita. De allí salían algunas expediciones de españoles y de indios vasallos a explorar las comarcas hacia el sur y el oeste, hacia las regiones montañosas, siempre en la esperanza de encontrar oro. No hubo quebrada o río que no exploraran.
Un día iba Don Julián del Río con un grupo de indios, explorando el Río Perales. Iban río arriba y no habían tenido ningún tropiezo hasta cuando llegaron a un sitio en donde podía oírse ya claramente el ruido de un salto; aquí los indios se detuvieron y le informaron a su amo que de allí no seguirían más adelante; que ahí cerca había un salto y que era peligroso llegarse hasta él porque era un lugar encantado en el cual salía un espíritu en la forma de una mujer muy bella, peinándose con un peine de oro, para atraer a los hombres y que más de un español que se había aventurado a llegar hasta allí, había desaparecido misteriosamente.
Don Julián pensó que aquel cuento eran patrañas de los indios y les increpó, los insultó, pero en vano. No logró que siguieran adelante. “Son patrañas”, pensaba Don Julián. “Quién sabe qué rica tumba de indios habrá en estos alrededores y ellos no quieren que sea profanada. ¿Y el cuento del peine de oro? ¿Peine de oro han dicho? De seguro que habrá eso y quién sabe que otros objetos más de oro”. Dejó atrás, pues, a la asustada gente y siguió adelante sin hacer caso de las admoniciones que le hacían.
Cuando llegó al sitio en donde estaba el salto fue sobrecogido por un extraño sentimiento, mezcla de temor supersticioso y de admiración pura y simple. Subió por la orilla izquierda del río hasta llegar a lo más alto de una inmensa barrera de piedra que se levanta transversalmente y cierra el paso al curso natural de la corriente. Contempló el río que se deslizaba por su lecho, casi sin declive, mansamente, hasta encontrar la barrera de piedras inmensas en donde estaba parado. Era evidente que en la estación lluviosa, en las formidables crecidas del río, toda esa
muralla era sobrepasada por las turbulentas aguas; y ahí, a sus pies, veíanse, aquí y allá, grietas profundas abiertas en la roca y perforaciones hondas, cilíndricas, hechas en las lajas por las aguas en el curso de siglos o milenios. Mas como era ya fines de diciembre y comienzos de la estación seca, las aguas claras, transparentes como un cristal, al encontrar la barra alta, transversal y maciza de piedras, se desviaban a la derecha para precipitarse, por una amplia brecha, (mayor y más baja que todas las demás) socavada en la parte más vulnerable de la roca, con un gran estruendo, en un chorro ancho, abundante, raudo y poderoso que cae a uno como canal profundo, abierto y cavado también en la roca, en donde las aguas forman un hervidero blanco de espumas y agitadas olas y remolinos vertiginosos; para deslizarse al fin, más adelante, con increíble rapidez, sobre el lomo liso de la laja viva y caer más abajo aún en un amplio pozo, redondo y profundo, con paredes cortadas a pico y lisas como las de un brocal. Aquí notaba que las aguas se dividían en dos corrientes, una menor que gira alrededor del pozo, silencioso, de aspecto misterioso, superficie relativamente tranquila y color casi negro; y otra rápida, murmurante y espumosa que se va gritando o gimiendo hacia una como laguna espaciosa, en donde se remansan las aguas antes de precipitarse de nuevo en un rápido que queda más abajo y en el cual un ruido de aguas espumosas y agitadas, al romperse contra las piedras que se les oponen, rivaliza con el ensordecedor estruendo, incesante y eterno, del salto. Allí abajo, bien lejos, se adivinaba el remanso tranquilo, el curso lento y silencioso del río. A los lados, las laderas de la montaña y un follaje sombrío de algarrobos, guayabos de montaña, harinos, caracuchos y madroños de la tierra, que en esta época aparecían blancos como trajes de novia, cubiertos totalmente de florecillas blancas como los azahares. Don Julián, que estaba embebido en la contemplación, deleitosa y solemne a un tiempo mismo, de este paraje bello y salvaje, se había olvidado de la superstición de los indios; pero los madroños, “blancos como traje de novia”, le hicieron recordarla.
Y un instante después, atónito, mudo de asombro, contempló la más bella y extraordinaria visión del mundo. Sobre el hervidero de las aguas, en la neblina sutil que se levantaba de ellas, enfrente del chorro, se dibujaban los colores del iris. De pronto, vió surgir una figura esbelta y blanca de mujer. Luego la vio que alzó las trenzas de oro con una mano fina y blanca donde brillaban al sol, como diamantes, las gotas de agua; y que con la otra mano empezó a peinarlas con un peine amarillo y reluciente como el oro.
Estaba desnuda y sus senos y su talle y su cintura, sus muslos y sus piernas, todo era perfecto. Don Julián temblaba de emoción y de espanto; pero ella lo miró con sus ojos azules, de un azul profundo, y le sonrió con tal dulzura que en un instante se sintió sin miedo alguno y más bien dispuesto a seguir tras esa hermosa aparición, atraído como se sentía por su divina belleza.
—¿A quién quieres más? —le dijo al fin la niña encantada o encantadora—, ¿a mí o al peine de oro?
Por un instante Don Julián permaneció mudo, presa del asombro y del recelo. Luego, habló casi sin saber lo que decía, para contestar a la pregunta:
—A ti, oh divina criatura; a ti, mujer o demonio, lo que seas; a ti hermosa mujer cuya belleza sin igual me ha hecho sentir una pasión sublime
—dijo Don Juan con notable vehemencia.
Sonrió la hermosa entonces y díjole:
—Te has salvado, Julián del Río, porque te has olvidado del oro envilecedor. Si hubieras mencionado siquiera la palabra oro, habrías rodado a ese abismo que se abre a mis pies. Yo cuido los tesoros de estas montañas y a los que han llegado hasta aquí
con sed de oro les he dado su castigo. Pero tú, que prefieres la belleza al oro, te has salvado. Puedes irte, enhorabuena.
Don Julián la miraba extasiado, absorto, en silencio. Sintió una ansia infinita de besar esos labios, de acariciar ese cuerpo virginal, blanco, sonrosado y tierno; y sentía que una voluptuosidad nueva, distinta, desconocida, lo envolvía como en sutiles redes.
Se olvidó de que ésa no era una mujer real sino “un encanto”, se olvidó de todo y al fin le dijo con voz enronquecida por la emoción de amor:
—Te adoro, mi princesa; no me pidas que te deje.
Y como la niña encantada comenzara a hundirse suavemente entre las espumas de las aguas turbulentas, Don Julián, que estaba al borde de la roca cortada a pico, sobre el precipicio, se lanzó tras ella y, enlazado a su angelical figura, se fue hasta el fondo de las aguas agitadas; y de allí en los delicados brazos de su amada, como en un sueño, sintió que se deslizaba dulcemente sobre el lomo liso de la laja, hasta el remanso misterioso, frío y profundo del charco del Pilón.
Hasta las hadas tienen sus amores. Desde aquel día la niña encantada del Salto del Pilón no ha vuelto a salirle a nadie más.
En los tiempos en que el mundo estaba poblado de espíritus que vivían con las gentes dejándose ver de ellas, uno encarnó en una muchacha hermosísima orgullo de su pueblo.
Amaba la moza a un joven de su mismo lugar, y fruto de estos amores fue un niño a quien su madre ahogó para ocultar su falta.
Dios castigó en el acto ese pecado tan grande, convirtiendo a la madre desnaturalizada en tulivieja, un monstruo horrendo que tiene por cara un colador de cuyos huecos salen pelos cerdosos y larguísimos. En lugar de manos tiene garras, el cuerpo de gato y patas de caballo.
Condenada a buscar a su hijo hasta la consumación de los siglos, recorre sin cansarse jamás las orillas de los ríos, llamando sin cesar a su niño con un grito agudo parecido al de las aves y sin que nadie le conteste jamás.
A veces recobra su primitiva forma. En la noche en que la luna brilla en el centro de los cielos, se baña en los ríos bella como un sol, pero al más ligero ruido conviértese nuevamente en el ser monstruoso que es, para continuar por el mundo su eterna peregrinación. 
Leyenda en video: https://www.youtube.com/watch?v=TSKeFW84JH0

Una joven india de singular belleza fue seducida por las falsas promesas de matrimonio, de un españolito buen mozo y tenorio consumado. De estas relaciones ilícitas nació un niño.
Como la gente, que todo lo sabe y todo lo ve, comenzara a dudar de la indiecita, ésta concibió el horrible proyecto de enterrar vivo a su hijo.
—No, de ese modo no —le dijo una vieja bruja—, yo te diré cómo has de deshacerte del pequeño.
Guiada por la bruja, la moza colocó al chiquitín en una batea y lo arrojó a la corriente de un riachuelo que corría por entre espantosos despeñaderos.
Pero el niño no murió. Vive para remordimiento eterno de sus madre y así pague su delito. Vive, para que el recuerdo de su llanto, siempre escuchado a orillas de los ríos, lleve a todos los corazones el recuerdo de aquella mujer.
En la soledad vinieron los remordimientos a atormentar a la muchacha y desesperada se juró a sí misma buscar a su hijo hasta encontrarlo.
Se presentó al sitio donde había arrojado al chiquitín y allí, como en el corazón del río le pareció oír el llanto del pequeño.
Loca de angustia y de dolor corrió más allá, pero nada. El eco había volado para repetirse aún más lejos.
Así comenzó su peregrinación infructuosa, llena el alma de desesperación y cuajado de lágrimas el rostro. En su interminable rodar por las selvas, cambió sus vestiduras por un manto delicado tejido con sus propios cabellos; y de su llanto inagotable,
sus lágrimas cristalizadas por la pena, engarzadas en los párpados alargaron sus pestañas hasta los pies. De sus suspiros y contracciones del alma sólo ha quedado un gemido muy especial:
¡pum… pum…!
En el momento preciso de su fuga, la india fue sorprendida por un vecino anciano, y éste irritado la maldijo añadiendo:
— Te pesa y te pesará.
Desde entonces su conciencia le repite sin cesar, te pesa, te pesa, para enrostrarle lo horrible de su falta. Y ha sido tal su obsesión, que ha huido de los hombres, porque siente que cada uno le dirá el te pesa martirizador. Y ha buscado refugio en las
selvas, pero inútilmente; el viento que silba, la fuente que corre, el pájaro que canta en la rama, las hojas que se agitan, la naturaleza toda le dice en sus mil bocas el te pesa lacerante y humillador, pues jamás, ni siquiera un instante vuelve a convertirse en lo que fue. Una linda y joven mujer.